Este domingo debemos empezar la homilía mirando al
Señor, mirando a la cruz. No sólo porque allí escuchamos a Jesús perdonando a
sus verdugos, sino para contemplar lo que cada uno de nosotros le hemos hecho a
Dios. Sí, tú y yo hemos crucificado a su Hijo, y Dios no nos trata como a sus
enemigos sino a como a hijos queridos. Él no se ha vengado de nosotros. Esto es
lo que queremos decir al afirmar que Dios es Compasivo y misericordioso, Santo,
perfecto. Y así, cómo él es santo, quiere que nosotros seamos santos.
El domingo pasado caíamos en la cuenta de que Jesús
no da una vuelta de tuerca a la ley del Antiguo Testamento sino que la lleva a
su plenitud, es decir, nos descubre el desarrollo máximo de nuestras
capacidades. Y cuando pensábamos que ya no se podía avanzar más, como cuando
vas en la bicicleta y ya no tienes marcha que meter ya no hay más desarrollo, de pronto surge una fuerza sobrehumana. Ese es el amor de Dios, los Hijos de
Dios, habitados por el Espíritu Santo son capaces de amar a los enemigos porque
están en vía de divinización, por eso aman como Dios ama.
Esto de amar al enemigo no es un sentimiento.
Partimos de una afectividad madura que no funciona impulsivamente o por medio
de puras emociones. Hablamos de un amor que es una decisión. ¿No lo habéis
experimentado nunca? Recuerdo cuando me robaron en el coche. Me encontré ante
los dos caminos, el dilema de odiar y maldecir o comenzar a orar. Yo no soy
bueno, soy como todos, del mismo barro, pero en ese momento el Espíritu Santo
me dio esa sabiduría que el mundo no tiene como dice San Pablo en la segunda
lectura, la inteligencia necesaria para escoger lo mejor. Qué sensación de
libertad más grande cuando tomas la decisión de no odiar, de no vengarte
¿verdad?
No hay comentarios:
Publicar un comentario