En esta eucaristía, damos gracias a Dios, fuente de todo bien, que nos permite iniciar un nuevo curso académico en la universidad de Jaén, y a la vez, con el formulario litúrgico de la misa del Espíritu Santo, le pedimos que su luz guíe nuestros pasos en esta nueva etapa que hoy se abre para el primer centro de enseñanza de nuestra provincia. Ese mismo espíritu, iluminando nuestra mente y nuestro corazón, nos permite comprender el mensaje que la palabra de Dios nos ofrece en estas particulares circunstancias que nos reúnen esta tarde.
Aunque la primera lectura, en cuanto a su contenido, nos puede parecer lejana a nuestra vida actual, sin embargo, como palabra de Dios que es, tiene que decirnos también algo significativo para nuestro hoy. El judío Nehemías, que estaba prisionero al servicio del rey Artajerjes, le solicita poder volver a Jerusalén para reconstruir la Ciudad Santa. No podemos decir que Nehemías pueda ser una figura alegórica que refleje al cien por cien la situación de la Iglesia o del cristianismo en la sociedad actual. En la actualidad, la fe cristiana se vive en libertad, aunque no es menos cierto que existen poderosas fuerzas que, como Artajerjes con Nehemías, pretenden controlarla, dominarla, reduciendo su ámbito de influencia sólo al espacio de lo privado, sin relevancia social alguna. En estas peculiares circunstancias, que sobre todo marcan la vida y la actividad de los cristianos en el occidente desarrollado, la fe en Jesús de Nazaret, que en tantas ocasiones se mira con recelo y sospecha, está sin embargo llamada a ayudar en la construcción, en algunos casos, reconstrucción de nuestra sociedad, como hizo Nehemías con Jerusalén, colaborando en la edificación de la ciudad secular, que para un creyente, lejos de cualquier fuga del mundo, es el lugar donde hay que hacer presentes los valores del evangelio, para que crezca el reino de Dios, es decir, para que Cristo esté más presente y sea la respuesta a los grandes interrogantes que el ser humano de todos los tiempos se hace.
Si la anterior afirmación puede parecer genérica, podemos reducirla y concretarla más en el ámbito universitario. En ese campo abierto a tantas posibilidades, donde se labra gran parte del futuro de nuestra sociedad, también la fe cristiana puede construir, es decir puede ofrecer una palabra positiva que contribuya a mejorar la vida universitaria. En este sentido, no podemos olvidar el reciente discurso de Benedicto XVI, el pasado 19 de agosto, en el encuentro con los profesores universitarios, que tuvo lugar en la basílica de San Lorenzo de El Escorial. Partiendo de la definición clásica de universidad que en el siglo XIII acuñó Alfonso X el Sabio: ayuntamiento de maestros y escolares con voluntad y entendimiento de aprender los saberes, el Pontífice alertó contra la visión reduccionista de la universidad como lugar destinado únicamente a formar buenos profesionales y técnicos. Afirmaba el Papa que cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder. En cambio, la genuina idea de Universidad es precisamente lo que nos preserva de esa visión reduccionista y sesgada de lo humano. Y esa visión, continuaba afirmando Benedicto XVI, es la que afirma que la Universidad ha sido, y está llamada a ser siempre, la casa donde se busca la verdad propia de la persona humana.
Sin embargo, en esa búsqueda de la verdad se necesitan guías que conduzcan a las jóvenes generaciones. Como afirmaba Benedicto XVI en el mencionado discurso, los jóvenes necesitan auténticos maestros; personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del saber, sabiendo escuchar y viviendo en su propio interior ese diálogo interdisciplinar; personas convencidas, sobre todo, de la capacidad humana de avanzar en el camino hacia la verdad. Ahí se enmarca la imprescindible labor del profesor.
Como recordó el Papa el pasado 22 de septiembre en su discurso ante el Bundestag, en Berlín, durante siglos, en Europa, la búsqueda de la verdad se llevó acabo gracias al encuentro de Jerusalén, Atenas y Roma -la fe en Dios, la razón filosófica y el pensamiento jurídico-. Ese fecundo encuentro configuró la identidad de Europa y fijó los criterios del derecho. Defenderlos -exhortó el Papa- es nuestro deber en este momento histórico. De ahí que en estos inicios del III milenio se plantee con más fuerza, si cabe, la necesidad de construir un nuevo humanismo, aunque yo me atrevería a decir que se trataría más bien de recuperar el verdadero humanismo, ése que Pilato, sin saberlo, descubre en Jesús de Nazaret, cuando, tras mandarlo azotar, lo presenta ante el pueblo como “el hombre” por excelencia: Ecce homo, he aquí al hombre. Para redescubrir ese humanismo que ha sido como el armazón intelectual de Occidente, y que conduce a la verdadera sabiduría, se hace necesario tender puentes entre la bimilenaria fe cristiana y la cultura contemporánea, defensora de un humanismo que en muchas ocasiones se empeña con tenacidad en oscurecer las valiosas aportaciones que el cristianismo ha ofrecido para forjar este precioso concepto. Por eso, siguen siendo válidas las consideraciones que al respecto ofrecía Karl Löwith hace más de setenta años: El contexto histórico en el que se ha podido formar el “prejuicio” según el cual quien tiene un rostro humano posee como tal la dignidad y el destino de ser hombre, no es originariamente el mundo de la simple humanidad, hoy en franco retroceso, mundo que tiene sus orígenes en el “hombre universal y terrible” del Renacimiento, sino el mundo del cristianismo, en el que el hombre ha encontrado a través del Hombre-Dios, Cristo, su posición frente a sí mismo y frente al prójimo. Por ello, podemos añadir nosotros, ante la escéptica pregunta de Pilato: ¿Y qué es la verdad?, podemos afirmar, con las mismas palabras de Jesucristo, que Él es el camino, verdad y vida, la respuesta a todos los interrogantes del ser humano, a la pregunta sobre nuestro origen y nuestro destino, sobre el sentido del mundo y de la historia, el hombre verdadero, en plenitud.
Ese mismo Jesús, en el evangelio, nos advierte que seguirlo a él, hacerlo presente en la sociedad de hoy, ayudando así a construirla según el designio de Dios, es una tarea fascinante, atrayente, pero a la vez, muy exigente. Una tarea que exige la dedicación y entusiasmo de no mirar hacia atrás, que conlleva el riesgo y el sacrificio de aceptar una escala de valores que no se corresponde con nuestros gustos y caprichos, que hace crecer en libertad porque no hay apoyatura alguna, ni donde reclinar la cabeza, como el Hijo del hombre.
Iniciamos hoy un nuevo curso universitario, tiempo de formación y de información, ocasión de gracia para los creyentes, que creemos que Jesús, el sembrador, esparce sus semillas, las semina Verbi, en quien busca la verdad con sincero corazón. El beato cardenal John Henry Newman resumió la esencia de la enseñanza universitaria afirmando que es el gran medio ordinario para un gran fin ordinario. Apunta a elevar el tono intelectual de la sociedad, cultivar la mente pública, purificar el gusto nacional, facilitar principios verdaderos al sentimiento nacional y metas nobles a las aspiraciones ciudadanas, proporcionar amplitud y sobriedad a las ideas del momento, hacer más suave el ejercicio del poder, y refinar el trato en la vida privada.
¡Ojalá que ese ideal se cumpla en la universidad de Jaén! Pidamos en esta eucaristía, por intercesión de Santa María, invocada tradicionalmente como Sedes Sapientiae, trono de la sabiduría, que nuestra universidad sea campo fecundo, tierra buena, en el que la semilla del saber caiga, nazca, crezca y dé fruto, y, como en la parábola evangélica, al final la cosecha sea del treinta, o del sesenta o del ciento por uno. Francisco Juan Martínez Rojas.
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