Taizé, un pueblito francés del entorno de
Lyon, fue para cinco jóvenes y dos sacerdotes de nuestra diócesis el lugar que
los acogió durante la última semana de julio.
Como ciudad ecuménica, en Taizé se reúnen
miles de jóvenes procedentes del mundo entero todas las semanas. Profesan
credos distintos. Algunos se declaran no creyentes. Pero todos buscan en común
esa Verdad que nos remueve de nuestra comodidad y apatía. Y lo hacen en el
silencio de esta colina.
Y es que este sitio invita a una profunda
reflexión. Desde su espectacular enclave, rodeado todo de verdes cerros, Taizé
despierta en nosotros esa inquietud por redescubrir nuestra propia existencia.
Con un modo de vida sencillo, con comidas simples, descanso moderado, tareas a
favor de la comunidad, aquí se puede aspirar al silencio interior que tanto
anhelamos. Los hermanos lo disponen todo para que así sea, y por eso
disfrutamos de tres oraciones al día y un par de encuentros de reflexión
bíblica.
Pero lo que realmente transforma es la gente de
la que te rodeas. Allí somos almas desnudas, sin máscaras, sin mentiras. Almas
libres. Todos iguales. Iguales de verdad. Es increíble cómo puedes sentirte tan
entre amigos con gente que apenas conoces.
De Taizé todos nos llevamos algo. Porque te
cambia, si te dejas cambiar. Te llevas amigos. De los que no se ganan con
apariencias, de los que te quieren por lo que eres, de los que siempre están
ahí. Recuperas la confianza en el ser humano que algún día perdiste. Y lo más
importante, asumes tu responsabilidad. La responsabilidad que te otorga tu
libertad. Asumes ese compromiso con la vida. Descubres que quieres vivir, y que
quieres hacerlo plenamente. Basta ya de miedo. Estamos aquí para ser felices. Fernando altarejos.
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