Los que nos movemos en el ámbito de la Nueva
Evangelización hablamos frecuentemente de los conversos. Normalmente son
bautizados que pasan de vivir una fe de costumbre si chispa a descubrir a Jesús
vivo que los ama y los lanza a contagiar a otros su alegría de creer. Los conversos
suelen tener una fuerza y un empuje que los discípulos de toda la vida
sorprende y hasta molesta. Los cristianos viejos pueden pensar y hasta comentar
¿Pero qué se habrá creído este que acaba de llegar a la Parroquia? Empiezo mi
homilía por aquí porque tanto Naamán como el leproso son extranjeros. Ser
extranjero en la Biblia no es cuestión de nacionalidad civil, sino de ser o no
ser del Pueblo de Dios escogido. El Pueblo que en principio es el depositario y
destinatario de la salvación. En nuestra
situación actual los extranjeros son los que llamamos “alejados”, un término
que encierra cierto juicio porque parece que son culpables de estar lejos, y
muchas veces están lejos porque nosotros no los acogemos o no les hemos
invitado siquiera. El amor de Dios no tiene barreras, su Espíritu Santo sopla
donde quiere. Como dice la oración colecta de hoy, su Gracia nos precede, va
por delante de nosotros. Y se derrama y actúa en la vida de las personas cuando
y como quiere. También llega a los extranjeros de nuestras comunidades y actúa
en sus vidas sanando. Hoy ya no hay lepra entre nosotros. La lepra acarreaba
aislamiento y vivir lejos de la comunidad. En este caso Jesús no se acerca a
los leprosos pero en otros sí llega a tocarlos saltándose las prohibiciones. Nos
llama este domingo a acercarnos a los leprosos de nuestro barrio, a los que se
sienten alejados e incluso excluidos de nuestra Parroquia para que sepan que
los estamos esperando.
La Palabra de Dios hoy nos muestra una segunda
cosa. El proceso de fe que hizo el leproso samaritano. Los diez fueron curados
porque creyeron en la palabra de Jesús. Él los envió a los sacerdotes y ellos
se fiaron de esa palabra y se pusieron en camino esperando que la lepra iba a
desaparecer. Esa confianza es admirable, pero se queda en “vaya que poder tiene
para curar este profeta de galilea”. Es la confianza que podemos tener en
nuestro Fisio, médico o terapeuta de cualquier tipo. Uno de los diez descubrió
algo más. Sintió la necesidad, pasando de la mediación de los sacerdotes por
cierto (eran los que certificaban si la lepra estaba curada y permitían
reintegrarse a la comunidad) de volver para encontrarse con Jesús. Se dio la
vuelta alabando a Dios. Ese hombre descubrió que su curación era “acción de
Dios”. En ese suceso y sobre todo, en la persona de Jesús, Dios salía a su
encuentro. En la línea de las teofanías del antiguo testamento, este hombre
descubre “Dios está aquí” primero alaba a grandes gritos y se postra para
adorar a Dios en Jesús. Son tres pasos: descubrir la acción de Dios, alabar y finalmente
adorar. La alabanza es la que hace de enlace entre la experiencia y la adoración. La
alabanza rompe el marco de una relación con Dios interesada basada en lo que
Dios me aporta utilitaristamente, a y lleva a la adoración, al reconocimiento
de la santidad de Dios. Empezamos dando
gracias a Dios por lo que nos da, pasamos a alabarlo porque nos ama gratuitamente
y terminamos adorándolo porque es Santo. ¿Alabas tú a Dios? Mientras no alabes
no avanzas en tu relación con él. Feliz
domingo y bendiciones. Para ver las lecturas pincha aquí.
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